La soledad que a veces sentía
siempre era la misma,
los mismos tonos,
las mismas melodías,
aquella noche interminable,
el día que oscureció sus luces
de tanta soledad.
Esa cara acongojada frente al espejo,
como sí él fuese
pálido y hasta gris,
y atrapara lágrimas
para robar lo sagrado,
encaprichado por ser cruel
y avaro,
y explotar por los aires
en mil pedazos.
Esos días eran lentas
vanidades de la soledad
llamando a una puerta
que nadie abriría.
A lo lejos el horizonte
no tenía ninguna imagen,
ningún nombre,
todo el arrepentimiento del mundo
cabía entre mis horas.
Se iba adormeciendo
también el corazón,
casi la soledad,
y después la llanura opacada
por las tinieblas de la noche
o el resplandor de las mañanas.
Tenía que detener los pasos
para saber que todo lo viviente
me pertenecía
aunque yo creyera
que nada era mío.
Pareciera seguirme
una sombra sin ruta,
ni planes,
sólo mentiras.
Al volver triste
escribía sin reposo
y los hilos del cerebro
que yo misma había construído,
eran finísimas lonjas de oro
en las que una vida
que me pertenecía
me llamaba a mí con mi nombre
y después del destello
todo dejaba de doler.
Ahora recorro coronada
de blancas amapolas,
los costados de este mío jardín
que conozco hace años
y la niña asustada olvida.
Lucía Serrano
[o silêncio, a solidão, uma pausa, um acaso dentro da palavra, como na vida]
ResponderEliminarum abraço,
Leonardo B.