Carlos Drummond de Andrade, Itabira, 31 de octubre 1902–Río de Janeiro, 17 de agosto 1987 - Traducción Renato Bacigalupo
La máquina del mundo
Y como recorriese vagamente
un camino de Minas, pedregoso,
y al atardecer una ronca campana
se mezclase con el ruido de mis zapatos
que era pausado y seco, y aves se cerniesen
en el plúmbeo cielo y sus formas negras
lentamente fuese diluyendo
en la oscuridad mayor, venida de los montes
y de mi propio ser desengañado,
la máquina del mundo se entreabrió
para quien rompiéndola ya se esquivaba
y solo de haberlo pensado se dolía.
Abrióse majestuosa y circunspecta,
sin emitir sonido que fuera impuro
ni resplandor mayor que lo tolerable
por las pupilas gastadas en la inspección
continua y dolorosa del desierto,
y por la mente exhausta de mentar
toda una realidad que trasciende
la propia imagen suya dibujada
en la faz del misterio, en los abismos.
Se abrió en calma pura e incitando
a cuantos sentidos e intuiciones quedaban
a quien habiéndolos usado ya los perdiera
y ni desearía recobrarlos,
si en vano y para siempre repetimos
los mismos sin rumbo tristes periplos,
invitándolos a todos, en cohorte,
a aplicarse sobre el pasto inédito
de la naturaleza mítica de las cosas,
así me dijo, no obstante voz alguna
o soplo o eco o simple percusión
declarase que alguien, en la montaña,
a otro alguien, nocturno y miserable,
en coloquio se estaba dirigiendo:
“Lo que buscaste en ti o fuera de
tu ser restricto y nunca se mostró,
aun fingiendo darse o rindiéndose,
y empero a cada instante retrayéndose,
mira, observa, ausculta: esa riqueza
que sobra a toda perla, esa ciencia
sublime y formidable, mas hermética,
esa total explicación de la vida,
ese nexo primero y singular,
que ya no concibes, pues tan esquivo
se reveló ante la búsqueda ardiente
en que te consumiste… ve, contempla.
abre tu pecho para agasajarlo.”
Los más soberbios puentes y edificios,
lo que en los talleres se elabora,
lo que pensado fue y pronto alcanza
distancia superior al pensamiento,
los recursos de la tierra dominados,
y las pasiones, impulsos y tormentos
y todo lo que define al ser terrestre
o se prolonga hasta en los animales
y llega a las plantas para abrevar
en el sueño rencoroso de los minerales,
da vuelta al mundo y vuelve a hundirse
en el extraño orden geométrico de todo,
y el absurdo original y sus enigmas,
sus verdades más altas que todos
los monumentos erigidos a la verdad;
y la memoria de los dioses, y el solemne
sentimiento de muerte, que florece
en el tallo de la existencia más gloriosa,
todo se presentó en ese instante
y me llamó a su reino augusto,
el final sometido a la visión humana.
Pero como yo me resistiese en responder
a llamado tan maravilloso,
pues la fe había declinado, y aun el ansia,
la esperanza más mínima –ese anhelo
de ver desvanecida la tiniebla espesa
que entre los rayos de sol aún se filtra,
como difuntas creencias convocadas
rauda y vibrantemente no se produjesen
para teñir de nuevo la neutra faz
que voy por los caminos demostrando,
y como si otro ser, ya no aquel
habitante de mí hace tantos años,
pasara a controlar mi voluntad
que, ya en sí voluble, se cerraba
semejante a esas flores reticentes
en sí mismas abiertas y cerradas,
como si un don tardío ya no fuese
apetecible, más bien despreciable,
bajé los ojos, incurioso, laxo.
desdeñando tomar la cosa ofrecida
que se abría gratuita a mi ingenio.
La tiniebla más densa había ya caído
sobre el camino de Minas, pedregoso,
y la máquina del mundo, rechazada,
se fue poco a poco rehaciendo,
mientras que yo, evaluando lo perdido,
seguía vagaroso, sin hacer nada.
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